El año de mil y seiscientos y cuatro, víspera de Santa Catherina, cuando dijimos que en la ciudad de Arequipa sucedió aquel terrible temblor que la asoló, vino la misma ruina por este puerto de Arica, que derribó la más casas dél y, habiendo pasado y entendido que la furia había cesado, la mar agitada y movida de las olas, salió con un ímpetu espantable de los límites ordinarios que en aquella costa tiene y, embistiendo con las casas, acabó de asolar lo que quedaba y aún con mayor daño que el pasado, porque, al retraerse a su lugar, se llevó tras sí todos los bienes muebles, alhajas, cajas con barras, oro y vestidos y las cosas preciosas que en ellas había, y dejó la villa arruinada, pobre y triste, y muchos hombres que estaba ricos en un momento se vieron pobres y desastrados. El que tenía muchas vestiduras que mudarse, se halló desnudo y con necesidad, que así suelen ser las vueltas y revueltas deste mundo en pocas horas. El mismo daño que hizo la mar en esta villa hizo en Camaná, donde salió casi media legua, y arruinó infinitas heredades de viñas y olivares, sacándolas de raíz, llevándoselas a la mar.
Hase tornado a poblar esta uilla de San Marcos de Arica, en otro puesto cercano al que de antes tenía, pero más sano y de mejor temple, por estar más descubierto y desenfadado para gozar de los aires y mareas suaves de la mar, que limpian y purifican toda la costa, y así no hay las enfermedades que solían dar a los nuevos en él y que venían de fuera.
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