Es conocido por todos que durante la Segunda Guerra Mundial tanto el Eje como los Aliados utilizaron campos de concentración y de internamiento para prisioneros civiles y de guerra, pero es poco sabido que las naciones latinoamericanas también usaron estos campos, A continuación, hablaremos de los peruano-japoneses, el colectivo más numeroso de Latinoamérica que fue internado.
Desde finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX miles de japoneses habían migrado a Perú. Esta inmigración se había convertido en impopular en gran parte por el éxito económico de los agricultores y empresarios japoneses. Ya en los años 30 entraron en vigor medidas anti-japonesas y en 1940 se produjeron disturbios anti-japoneses en Lima y el Callao.
Desde que estalló la Segunda Guerra Mundial en Europa, Estados Unidos instó a los países latinoamericanos a investigar a los ciudadanos de Alemania, Italia y Japón que residieran en su territorio. Poco después, el mismo FBI también comenzó a investigar a nacionales del Eje y a simpatizantes pro-Eje de estos países. En 1941 aparecieron las primeras Listas Negras elaboradas por el Departamento de Estado con la ayuda de las diferentes Embajadas y Legaciones estadounidenses en América Latina. Ese mismo año el presidente Roosevelt propuso el establecimiento de un campo de internamiento en alguna isla deshabitada de las Galápagos, aunque finalmente la idea se desechó.
Tras el ataque a Pearl Harbor, en diciembre de 1941, en enero de 1942 se celebró en Río de Janeiro una Conferencia en la que participaron varios ministros de Relaciones Exteriores de las Repúblicas Americanas y el subsecretario de Estado estadounidense, Sumner Welles. Entre otras cosas, en esta Conferencia se pusieron los cimientos para el programa de deportación a Estados Unidos de aquellos ciudadanos alemanes, italianos y japoneses de las republicas latinoamericanas que se considerasen peligrosos. Esta medida también se extendió a ciudadanos naturalizados o nacidos en las repúblicas latinoamericanas que fueran originarios de algún país del Eje. Aunque como se vio con el tiempo, en las listas de “ciudadanos peligrosos” eran pocos los realmente peligrosos, y es que se utilizó el pretexto de la seguridad nacional para librarse de ciertos colectivos, como fue el caso de Perú y los peruano-japoneses.
El 24 de enero Perú rompió relaciones con Japón, lo que fue seguido por el cierre de escuelas, organizaciones y periódicos japoneses, así como restricciones económicas y de movimientos. Después, en 1943, mediante la Ley 9810, Perú canceló la nacionalización de súbditos del Eje y expropió los negocios y otros bienes a estos ciudadanos. Paralelamente Estados Unidos comenzó a presionar a las repúblicas latinoamericanas para que internaran a alemanes, italianos y japoneses y a otros ciudadanos sospechosos de cometer actos pro-Eje.
Poco después, el 19 de febrero, Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066 que autorizaba al Secretario de Guerra a crear ciertas zonas militares que serían usadas para el internamiento de alemanes, italianos y, sobre todo, japoneses residentes en Estados Unidos, a los que más tarde se sumarían los residentes en los países latinoamericanos, especialmente de Perú. También en este mes llegaron especialistas estadounidenses para ayudar al gobierno peruano a investigar a las comunidades japonesas y a seleccionar a los deportados, centrándose en los líderes de dichas comunidades.
Fueron varios los motivos para estos internamientos. En primer lugar, existió un miedo real a que estos ciudadanos pudieran suponer un peligro durante la guerra. En segundo lugar, la impopularidad de estos colectivos, los prejuicios culturales, la rivalidad económica y el racismo, en especial contra los japoneses, influyeron en las naciones latinoamericanas para que accedieran a estos internamientos. Y en tercer lugar, Estados Unidos tenía interés en mantener internados a ciudadanos de los países del Eje en su suelo porque así contaba con rehenes a los que intercambiar por estadounidenses retenidos en estos países.
En un principio el gobierno peruano consideró la creación de sus propios campos en los que internar a miles de japoneses. Líderes norteamericanos pensaron en usar a los internos para la construcción de carreteras y para trabajar en el campo. Finalmente la idea de los campos peruanos no fue llevada a a cabo por falta de financiación de aquel gobierno.
Desde estas fechas el gobierno peruano comenzó ha detener diplomáticos japoneses y a internarlos en Chosica. Antes de que comenzaran las deportaciones cientos de japoneses acudieron a la Embajada de España, que actuaba en representación de Japón, para inscribirse con el fin de abandonar Perú.
A principios de abril el barco Etolin comenzó a llevar a ciudadanos del Eje de Perú y de otras naciones latinoamericanas a Estados Unidos. Poco después, Perú, Ecuador, Bolivia y Colombia deportaron en el barco Acadia a Estados Unidos a varios cientos de diplomáticos y ciudadanos de las naciones del Eje. Estos deportados, y otros después, fueron objeto de intercambio. Estados Unidos, con la mediación de España y Suiza, los entregaba, en este caso a Japón, a cambio de sus diplomáticos y ciudadanos capturados por las tropas niponas en Asia. Entre los intercambiados hubo muchos peruano-japoneses, que eran embarcados en navíos como el sueco Gripsholm y llevados a puertos de las colonias portuguesas de África e India, donde eran canjeados por ciudadanos estadounidenses.
Las deportaciones se produjeron en varios grupos entre 1942 y 1944. Muchos, antes de llegar a Estados Unidos, pasaron por la Zona del Canal de Panamá, por aquel entonces un territorio estadounidense. Durante el trayecto se les requisaba el pasaporte y eran clasificados como “enemigos extranjeros”. La mayoría de japoneses deportados desde Latinoamérica provenían de Perú, alrededor de 1800.
Junto a los ciudadanos considerados peligrosos llegaron a Estados Unidos, de forma voluntaria, sus familias, mujeres y niños, que también fueron internados. Los barcos llegaban a Nueva Orleans, donde según testimonios de los deportados, eran desnudados y rociados con DDT para su desinfección. Los hombres peruano-japoneses fueron internados en el Campo de Detención de Kenedy, Texas. Por su parte, las familias fueron internadas en Seagoville y Crystal City, también en Texas. Igualmente hubieron pequeños grupos peruano-japoneses en Santa Fe, Nuevo México, y Fort Missoula, Montana. Otro reducido grupo fue de forma voluntaria a Kooskia, Idaho, para construir carreteras.
En septiembre de 1945, tras la rendición de Japón, Estados Unidos adoptó la resolución de deportar fuera del Hemisferio Occidental a los ciudadanos del Eje que permanecían en su territorio. Así, en diciembre cerca de 800 peruano-japoneses fueron llevados voluntariamente a Japón. En 1946 otros seguirían su camino. En enero de 1946, Estados Unidos preguntó a las repúblicas latinoamericanas si querían acoger a los ciudadanos que habían deportado, pero en el caso de Perú, este país se negó, solo permitiendo el regreso de cerca de un centenar de peruano-japoneses y sus familias.
Aún así, todavía quedaban en Estados Unidos unos 300 peruano-japoneses y aunque ya no se les juzgaba como peligrosos, su estancia en este país se consideraba ilegal y por eso el riesgo de la deportación aún pesaba sobre ellos. Un proceso judicial paralizó las deportaciones a Japón y muchos peruano-japoneses obtuvieron la libertad, pudiendo trabajar, en su mayoría en Seabrook, Nueva Jersey. No sería hasta 1954 cuando muchos obtuvieron definitivamente el permiso para permanecer en Estados Unidos y, cuando Perú cambió su política, solo unos pocos regresaron al país Sudamericano.
No fue hasta 1988 cuando los Estados Unidos reconocieron la injustica cometida con los ciudadanos de ascendencia japonesa internados en campos, incluidos los llegados de Perú. Hasta 2011, el gobierno de Perú no pidió perdón por la persecución a sus ciudadanos de origen japonés.
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